A sus 14 años, Laia Rico parecía tenerlo todo a su favor para ser feliz: vivía con su familia en Barcelona, sacaba muy buenas notas, era una adolescente afable… Y, sin embargo, acabó desarrollando una depresión mayor y un trastorno de ansiedad que, cinco años después, acabarían llevándola a un ingreso en una unidad psiquiátrica durante varios meses. No sería hasta el ingreso hospitalario cuando le darían la verdadera causa detrás de la depresión y de la ansiedad: tenía trastorno límite de la personalidad.
“El trastorno límite de la personalidad (TLP) es un trastorno de personalidad que se caracteriza por una inestabilidad emocional”, nos explica la Dra. Elisa Seijoo, psiquiatra infantil y de la adolescencia y responsable de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica Infanto-Juvenil en el Hospital Universitario Central de Asturias. “Esta inestabilidad emocional muchas veces les lleva a una inestabilidad en todo su entorno en cuanto a parejas, a trabajos... porque no son capaces de regular bien sus emociones. Ellos lo describen como una montaña rusa porque las emociones se viven de una manera tremendamente intensa: cuando son buenas, son muy buenas, pero cuando son malas, son devastadoras”.
Se trata de un trastorno que asocia a impulsividad y, a menudo, a inmadurez y a una autoestima y a una autopercepción bastante baja. También “se asocia de una manera muy alta a otro tipo de trastornos, como el trastorno depresivo, el trastorno ansioso, los trastornos de conducta alimentaria y los trastornos por consumo de sustancias”, detalla la psiquiatra.
La historia de Laia Rico, con trastorno límite de la personalidad
“Estaba en 2º o en 3º de la ESO, o sea, tenía 14 ó 15 años, y empecé a sentirme mal en clase”, comenta Laia Rico en el XXIII Seminario Lundbeck, celebrado el 29 y el 30 de mayo en Sitges (Barcelona), donde compartió su testimonio con una irable franqueza. “Lo primero que yo recuerdo que sentí es el sentirme diferente y que no encajaba en ningún sitio ni con nadie”.
“Es verdad que no tenía mejores amigas y tampoco tenía un grupo, pero me llevaba bien con todos, no tenía ningún problema y, de repente, empecé a sentir que no encajaba y a encontrarme triste, sin ganas de ir a clase ni de hacer nada”, detalla. Al principio lo dejó pasar, no hizo nada con ese malestar, que siguió creciendo y comenzó a repercutirle en el sueño y en su alimentación; “hasta que un día, no sé cómo tuve la idea, pero llegué a casa y le dije a mi madre que necesitaba ayuda y que si podía buscar un psicólogo”.
No he tenido ningún intento de suicidio, pero sí muchas ganas de hacerlo
Aunque fue a una psicóloga, reconoce que no hubo buen feeling con ella y tuvo pocas visitas. “Pasó el verano y, cuando empecé 4.º de la ESO, ya fue como me hundí”, confiesa. Entonces encontró una psicóloga con la que se sintió más cómoda. A las pocas sesiones le dijo que tenía una depresión grave, pero que, pese a esa gravedad, era una depresión altamente funcional; “eso significaba que estaba fatal, pero no sé cómo lo hacía, que seguía en clase y manteniendo unas notas no excelentes, pero tampoco suspendía y lo iba aprobando todo sin demasiado esfuerzo”.
Aun así, su día a día en el centro escolar no era como el de la mayoría de los adolescentes: “llegaba tarde, me dormía en clase, no salía nunca al patio, me alejé de esas pocas amistades que tenía, dejé de hacer extraescolares y me pasaba las tardes en la cama durmiendo”.
El trastorno límite de la personalidad oculto tras la depresión
“Al principio estuve muchos meses muy mal, sin ver resultados, pero poco a poco hicimos la terapia cognitivo conductual, que es la estándar para un caso de depresión, y lo que me enseñó básicamente fueron estrategias, habilidades, para no estar yo en momentos de mucho malestar, y un poco de restructuración cognitiva, por todos estos pensamientos negativos sobre uno mismo y la baja autoestima”, relata Laia. “Estas estrategias que me ha enseñado la psicóloga quizás eran solo para conseguir levantarme de la cama y darme una ducha, porque hasta eso era difícil en este momento”, cuenta abiertamente. Un año después acudió, además, a la consulta del psiquiatra y empezó con la medicación. Con todo (la psicoterapia, el apoyo del psiquiatra y el tratamiento farmacológico), no logró mejorar como se esperaría. “En mi caso se alargó mucho tiempo, muchos años”, se lamenta.
De hecho, después llegó algo de una gravedad mayor: las autolesiones. “No he tenido ningún intento de suicidio, pero sí muchas ganas de hacerlo”, reconoce con total sinceridad. Las autolesiones no se las infringía, por tanto, con el objetivo de quitarse la vida, sino de causarse daño. ¿Por qué? ¿Qué puede llevar a una adolescente a herirse a sí misma? “Hay muchos motivos”, responde. “Para mí, el principal es que es una forma de gestionar las emociones que tú tienes dentro y que no sabes ni ponerles nombre, ni gestionarlas, ni saber qué hacer con ellas porque son emociones tan intensas (una tristeza tan intensa, una ansiedad tan intensa, un agotamiento tan intenso...) que te abruma tanto que la única solución que ves es hacerte daño, pero para sentir otra cosa que no sea eso”.
En el trastorno límite de la personalidad las emociones se viven de una manera tremendamente intensa: cuando son buenas, son muy buenas, pero cuando son malas, son devastadoras
“Para regular una ansiedad tan grande, al hacerte un corte, por ejemplo, estás como concretando el dolor en ese corte, en ese punto del brazo, y no es tan disperso y abstracto como lo que sientes por dentro”.
De ahí, acabó siendo ingresada en una unidad de psiquiatría. “Tuve un ingreso bastante largo y allí me hicieron otro diagnóstico, que es el que tengo actualmente, que es el trastorno límite de la personalidad”. Los especialistas que la atendieron iniciaron una terapia adecuada a este trastorno y fue entonces cuando empezó a mejorar de verdad.
A esto hay que añadir que el diagnóstico de depresión mayor que recibió Laia cuando era una adolescente no era erróneo; "tenía una depresión de caballo en ese momento”, reconoce. “Lo que pasa es que se alargó demasiado en el tiempo y un diagnóstico de depresión normalmente es algo agudo que dura meses o uno o dos años, pero cuando se alarga más, no sé por qué no saltan las alarmas”.
Por eso a menudo se pregunta por qué se quedaron en la depresión quienes la atendieron. “¿Por qué la psicóloga no me hizo más pruebas?, ¿por qué no buscó un poco más?”. Reconoce que el motivo puede estar en el hecho de que el trastorno límite sea un trastorno de personalidad y que pueda no darse el diagnóstico hasta los 18 años porque la personalidad no se ha formado aún: “es posible que sea por eso, pero en ningún momento me sugirió mira, es posible que no sea todo una depresión, sino que haya rasgos de personalidad que estén influyendo”.
La Dra. Elisa Seijoo nos confirma que, efectivamente, los códigos diagnósticos actuales no permiten el diagnóstico del trastorno médico de la personalidad para menores de 18 años. Sin embargo, eso no implica que no haya sospechas previas: “claro que hay rasgos” del TLP antes de los 18, “pero el riesgo de esto es que, si tú pones un diagnóstico determinado con 16 o con 17 años, esa etiqueta diagnóstica parece inamovible y hay que hacer mucho trabajo para poder explicar que eso no quiere decir que siempre vayas a ser así y que ya no haya ninguna salida después. Por eso se tarda también en hacer ese tipo de diagnóstico”.
Aun así, es posible percibir clínicamente la existencia del trastorno límite de la personalidad antes de cumplir la mayoría de edad y, por tanto, es posible adaptar la terapia en menores que manifiesten rasgos de este trastorno.
La terapia del trastorno límite de la personalidad en menores de edad
Dado que el diagnóstico como tal no es posible en un menor de edad, cuando el profesional de la salud mental observa rasgos del trastorno límite de la personalidad en un adolescente, la terapia, a nivel farmacológico, debe ser sintomática; es decir, estará dirigida a tratar “aquellos síntomas que estén más prevalentes en ese momento: si hay más ansiedad, la ansiedad; si hay más depresión, depresión; o si hay más ideación de suicidio, pues tienes que tratar esa parte”, indica la Dra. Seijoo.
“Y a nivel de psicoterapia, que es la fundamental en el trastorno límite de personalidad, la más específica es la terapia dialéctico conductual, que es la terapia de línea, la que está avalada para el tratamiento del trastorno límite de personalidad”, nos aclara. Eso no implica que no sean adecuadas otro tipo de terapias; por ejemplo, aunque la cognitivo conductual no obtuviera los resultados esperados en el caso de Laia Rico, sí “sirve para algunos síntomas”.
La terapia dialéctico conductual se centra en enseñar al paciente estrategias de regulación emocional. En el caso de Laia, ha sido de utilidad, pues hoy en día resulta evidente que está mucho mejor. Con 23 años, estudia Psicología, tiene pareja, viaja mucho y, además, está volcada en dar charlas de concienciación en centros escolares sobre problemas de salud mental, para ayudar a los profesores, a las familias y a los propios alumnos a reconocer señales indicativas de que puedan padecer alguno, pero también para saber reconocerlos en otros y poder así ayudarles mejor.
No entendía ni qué me pasaba ni sabía cómo gestionarlo
Laia transmite un mensaje esencial a los padres que estén identificando las primeras señales de un problema de salud mental en sus hijos: “escucharlos y ponerte a hablar con ellos, aunque aunque no quieran, porque es posible que no quieran”, subraya. “Dejarles claro que tú, como padre, como madre, eres un espacio seguro para ellos para que puedan expresarte lo que sea”.
Si ellos entienden que sus padres son su espacio seguro, no le va a resultar difícil acudir a ellos cuando busquen a una persona de apoyo. “Cuando llegue este punto, si la persona se abre, escucharla y no invalidar lo que te cuente, no decirle que no es para tanto, que está haciendo un drama, que son cosas de adolescente... Esto también me lo han dicho y sí, puede ser, porque en esta etapa todo es mucho más intenso, pero porque sea así ¿deja de ser válido?, ¿no deja de dolerme a mí?